lunes, 12 de octubre de 2009

Lilith

Recorrer un cuerpo desnudo siempre es una aventura. El pelo, el cuello, los senos. Lilith observa con curiosidad su reflejo. Las arrugas de su rostro, las canas de su pelo, lo blando de sus formas. Nunca le gustó demasiado su reflejo. Sus manos, frías, acarician suavemente su estomago y, con la quietud que enseñan los años, baja como si de un breve susurro se tratara. Su sexo palpitante la espera inquieto. Lilith lo ignora. Le gusta verse en el espejo, en realidad lo odia, pero hoy lo necesita. Hoy, busca sentir por ese cuerpo abandonado a su suerte lo que ninguno de los que lo hicieron suyo sintieron: amor. Pero, de repente, recuerda que el amor no existe, al menos para ella. Su mano se introduce en su sexo que la acoge deseoso, hinchado de placer y… cálido.

Su cuerpo comienza a estremecerse. Sensaciones que creía olvidadas vuelven a surgir. De repente, recuerda que lo mejor del sexo son los cambios de ritmo. Entonces, para, se sienta en la cama y empieza a llorar. Está sola. Y lo peor es que siempre ha estado sola. Ninguno de sus amantes supo descubrir en ella algo más allá de su cuerpo. Ninguno se enamoró de su sonrisa. Ninguno se acordó de ella al ver un amanecer. Ninguno. Nunca le importaron esas cosas, pero hoy sí. El llanto de Lilith es desgarrador. Llora por la soledad, llora por los fracasos, llora porque las princesas no son bellas y los príncipes nunca las rescatan.

Mañana, cuando vuelva al trabajo, volverá a ofrecer esa sonrisa vacía que hace que muchos crean que es feliz. Mañana, cuando vuelva al trabajo, volverá a fingir que su vida es perfecta, que no tiene problemas, que no le importa lo que los demás puedan pensar de ella. Mañana, cuando vuelva al trabajo, volverá a ser fuerte. Hoy, desnuda, en medio de una noche fría y con la soledad como único acompañante de cama, no puede fingir más. Le gustaría gritar al mundo que está harta de todo. Harta de tener una madre histérica. Harta de ser Doña Perfecta. Harta de ir cubriendo huequitos de soledad con sucedáneos de amor. Harta de las noches frías como aquella. Harta de su cuerpo. Harta de sus años. Harta de ese maldito espejo que no deja de mirarla y de escupirle la verdad a la cara.

El llanto de Lilith se ha hecho ahora callado, se ha convertido en un leve quejido, apenas un frágil murmullo en mitad de una noche oscura, oscura y fría. La inmensidad de la cama y lo insignificante de su cuerpo le hace caer en la cuenta del estado de indefensión en el que se encuentra. Su llanto cesa. Se levanta de un golpe de la cama, como si se hubiera recuperado de pronto. Se dirige al cuarto de baño y abre el grifo de la bañera. Las lágrimas, mezcladas ahora con el agua caliente que va deslizándose por su cuerpo, vuelven a nublar sus ojos. Tengo que ser fuerte. Tengo que ser fuerte. Tengo que… Lilith se vuelve a derrumbar: de cuclillas en la bañera, con el agua cayendo insistentemente, como caen todas las cosas importantes de la vida, se pregunta qué coño le pasa, por qué demonios se siente así, cómo va a salir de esa tristeza que le encoge el alma y que la tiene abrazada tan fuerte que es imposible deshacerse de ella. Tengo que ser fuerte.

Si Lilith tuviera que definir el dolor diría de él que es la pérdida de inocencia. Y eso es lo que le pasa. Por eso llora de esa forma en aquella bañera. Sabe demasiadas cosas, o demasiado pocas. Sabe que el mundo es complicado cuando eres mujer, tienes cuarenta años y nadie te espera al llegar a casa. Sabe que los sueños a veces juegan malas pasadas. Sabe que los sentimientos lo único que hacen es daño. Sí, eso es lo que le pasa. Ha perdido la inocencia, se le han acabado los sueños, ha conseguido todo cuanto quería conseguir, ¿y ahora qué? ¿Cómo hace para afrontar la diferencia entre lo que imaginó que sería y lo que finalmente fue? ¿Cómo hace para dejar de llorar, para dejar de enamorarse de todo lo que le rodea?

Tengo que ser fuerte, se repite insistentemente. Deja de llorar, ya está Lilith, no es para tanto, tienes que ser fuerte. Poco a poco, logra salir de aquel estado de ensimismamiento. El agua sigue cayendo, sigue mojando sus cabellos, resbalando por sus hombros, deteniéndose un instante en su abdomen y bajando por sus piernas. Lilith vuelve a armarse de valor, cierra el grifo: con lo necesaria que es el agua y yo derrochándola inútilmente, piensa. Se coloca su albornoz azul. Está un poco viejo, pero a ella le gusta; los años lo han hecho más suave, además de testigo de noches como aquella y de otras en las que la mentira de la vida había conseguido engañar a Lilith unos momentos. Gira la cabeza y ahí está esperándola otra vez: el maldito reflejo del espejo. ¿Tú de qué vas? ¿Qué quieres? ¿No estás harto de perseguirme? Déjame en paz. Pero el espejo insiste y Lilith hoy no tiene ganas de discutir. Mientras se observa con curiosidad, como si nunca antes lo hubiera hecho, se da cuenta de que Carmen tal vez tenga razón y debiera empezar a usar esa crema antiarrugas que tan fervorosamente le recomienda. Pero, qué está diciendo, un carajo para Carmen, para la crema y para todo el que crea que ser mujer se reduce a estupideces como aquella.

Se dirige al salón, pasa un dedo por sus libros, busca algo que la reconforte, pero se da cuenta de que la literatura alegre no está entre su favorita. Mañana se acercará a la librería de Pedro, hace tiempo que no lo ve (y aún mucho más que no se van juntos a la cama), tontearán un poco, como siempre, y Lilith le pedirá consejo: quiero dejar de leer cosas tristes, ¿qué me recomiendas?; Pedro soltará su discurso de entendido en la materia (aunque, en realidad, no tenga mucha idea) y ella acabará comprando el libro que le dé la gana. Siempre ocurre así. Al pensar en Pedro, en la cara de Lilith se esboza una sonrisilla entre maligna y picarona. Un montón de recuerdos se le amontonan en la mente. De repente, se siente un poco menos sola. Hojea un par de libros de poesía y confirma entonces una certeza que le ronda en la cabeza desde hace un tiempo: ¡qué idiotas somos los seres humanos!, y ¡qué absurdos somos cuando creemos estar enamorados! Relee varias veces su poema favorito de Safo:
Ya se ocultó la noche
y las pléyades. Promedia
la noche, pasa la hora
y yo duermo sola

Lilith ha leído miles de veces ese poema y aun así no puede evitar estremecerse cada vez que vuelve a cobrar vida en sus labios. Un cosquilleo le recorre la espalda: lo peor no es que duerma sola esa noche, lo peor es que hay noches en las que se despierta a horas un poco intempestivas, mira a su lado y ve que otro cuerpo llena el hueco de su cama que hoy nadie cubrirá, se queda mirándolo fijamente durante mucho rato y descubre que también está sola. Lo peor no es estar sola, lo peor es sentirse sola. En algún lugar de su memoria, existe una noche, una sola noche, en la que no durmió sola. Aún era joven, su turgente pecho aún estaba en su sitio y aún la vida no le había enseñado a ser la cínica en la que se había convertido, entonces había un muchachito del que creyó estar enamorada. ¿Cómo se llamaba? Había pasado demasiado tiempo. Esa noche, había descubierto que bajo esa niña que todos creían buena latía el corazón de una mujer; esa noche descubrió todo el romanticismo que encierra el sexo; esa noche se sintió amada y con capacidad para amar; esa noche se sintió feliz. Después, el muchachito desapareció, encontró a alguien mejor que ella a quien dedicarle su cariño. La historia se repetiría más veces, pero ninguna le causó tanto dolor ni determinó tanto su forma de relacionarse con los hombres y de entenderse a sí misma como aquella. La inseparable amiga de Lilith, Tristeza, hizo amago de querer reaparecer; pero algo había en su mente que se lo impidió, el cupo de lágrimas por todo aquello hacía bastante que se había cubierto con creces. Depositó el libro de Safo con cuidado y recordó que algún día debería retomar la lectura de El segundo sexo. Con ese pensamiento en la cabeza se dirigió a la cocina, cogió una manzana y empezó a devorarla mientras regresaba a su cuarto. Sosteniendo la manzana en la boca, se quitó el albornoz y se recogió el pelo, en el que ya asomaban algunas canas, con un moño que dejaba fuera algunos mechones que le caían sobre el hombro de forma muy sensual. Se sentó en la cama a terminar su manzana. Le daba pequeños mordiscos que saboreaba lentamente. Abrió las piernas, subió la cabeza y miró desafiante al espejo. La soledad ya no le parecía tan terrible. Su mirada volvió a recorrer el reflejo que esa noche empezaba a hacerse familiar. Estuvo un rato mirando su cara: siempre se había considerado un patito feo que nunca se convertiría en cisne. Ahora, estudiando cada una de las facciones que componían aquel rostro se dio cuenta de que, efectivamente, no era un cisne; pero supo que tampoco era un patito feo, simplemente un patito. Bajo los ojos y se detuvo en la parte más odiada de su cuerpo: su pecho, demasiado grande, demasiado caído, demasiado…Sin embargo, pensó que tal vez había sido demasiado cruel con él, un poco injusta incluso y decidió firmar el armisticio. En su barriguita estuvo poco tiempo, no quería volver a plantearse la idea de hacer dieta, era inútil, nunca lo conseguía y siempre acababa un poco frustrada. Siguió bajando, había terminado su manzana, la idea de tener las piernas abiertas y estar mirándose en el espejo la excitaba mucho. Se quedó fijamente contemplando sus labios, la forma que dibujaban, el vello que los cubría,… Recordó cuando esos labios eran aún virginales, cuando aún no sabían lo que era eso que algunos llaman pecado, cuando aún eran impúberos y ella se preguntaba curiosa cómo sería aquello de ser mujer. Recordó todo aquello con ternura, con un poco de nostalgia incluso, pero sin desear volver a aquella época (la inocencia le aburría y se había pasado toda la vida huyendo de ella como para querer ahora recuperarla). Echó una breve ojeada a sus piernas, sin depilar, como casi siempre, pero bellas de todas formas; y volvió enseguida a su sexo. Él ya sabía lo que venía ahora y empezaba a mutar de nuevo, volvía a hincharse y a subir de temperatura. Lilith lo examinaba con esa cara de salida que tanto gustaba a los tíos con los que llevaba follando toda su vida. Su mano volvió a introducirse en su sexo. Sin duda, lo mejor eran los cambios de ritmo inesperados, pero a falta de pan, bueno es uno mismo. Comenzó despacio, curioseando por entre sus piernas, rozando levemente sus muslos, acariciando suavemente su monte de venus, dando tiempo a que su cuerpo se preparara para las acometidas que le esperaban. Con la otra mano se perdió por su pecho, lo tocaba muy dulcemente, sin prisa, deteniéndose en cada milímetro de su piel. Sólo le daba pena no poder besarse, le hubiera gustado que una lengua, húmeda y cálida, recorriera los lugares en los que sus manos estaban haciendo un buen trabajo. Decidió que era la hora de cambiar el ritmo. Su dedo se desplazaba con rapidez por su sexo, se trataba de un territorio bastante conocido. Se tumbó en la cama, ya no podía ver el espejo, así que sintió que recuperaba la intimidad. En medio de aquella silenciosa noche aparecieron sus gemidos, comedidos primero, salvajes después. Su mano se movía lentamente de nuevo, sólo escuchaba su respiración jadeante hasta que decidió que tenía que cambiar el ritmo otra vez, lo hizo progresivamente. Gemía, movía la mano, se agarraba a la almohada, gemía, movía la mano, sí, sí, sí. Lilith se corrió. Un suspiro de alivio, un rato en la cama con la mirada perdida respirando a intervalos y un sueño reparador. Mañana sería otro día.

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