martes, 8 de junio de 2010

Historias de castillo


El olor de aquella flor le recordó algo. Esa fragancia contenía miles de historias. La suya misma estaba allí, en esa pequeña flor amarilla del campo eslovaco.
En las arrugas de Mirka se podía leer la historia del siglo XX, había vivido la Segunda Guerra Mundial, había formado parte de la Checoeslovaquia comunista y había visto cómo ese régimen caía, también había visto nacer a la Eslovaquia que recién se había integrado en la UE y había adoptado el euro. Cosas de los de arriba, naderías sin importancia, solía decir. Y es que a ella las historias que le importaban no estaban en ningún libro, sino en el aroma de aquella pequeña flor amarilla que había nacido por casualidad (como por casualidad nacen casi todas las cosas bellas) en aquel rinconcito de Eslovaquia.

Desde que sus ojitos de niña, muy abiertos, para no perderse nada, descubrieron aquel lugar, decidió que ahí guardaría sus secretos (en el aroma de las pequeñas flores amarillas que con su insignificancia hacen bella la primavera) y que ése sería su lugar para soñar.
Mirka hace muchos años que dejó de ser la niña locuela que corría por aquel bosque y se dejaba caer rodando por la pradera. Hace tantos que ni siquiera recuerda cuántos son. Sin embargo, en su memoria sigue vivo el recuerdo de su sueño de infancia. Cuando agotada de cansancio se sentaba a descansar mirando el castillo, fijaba su mirada en la torre y se veía en ella. Era una hermosa princesa de cabellos dorados que se pasaba el día asomada a la ventana esperando su príncipe azul. El príncipe azul era un poco escurridizo y, a veces, venía y otras no. Pero no importaba. Lo único que importaba es que ella era la princesa más hermosa de toda Eslovaquia y, probablemente, de toda Polonia. Cada día llevaba un vestido distinto, pero todos eran preciosos. Su favorito era rojo con bordados de oro. Cuando se lo ponía se hacía dos trenzas muy largas y se pasaba el día mirando desde la torre a un campesino un poco zalamero que la traía loca. El vestido rojo también era el favorito de este humilde campesino. Ella lo sabía porque lo leía en la sonrisa cómplice que él le dedicaba sin desatender la faena. Y así, mirando, mirando, llego a su adolescencia.
En su adolescencia todo era un poco gris. La gente andaba como malhumorada. La guerra les había robado la alegría (esa alegría tan propia del pueblo eslovaco, la alegría de sus trajes tradicionales, de su folclore o de sus bailes). Pero, Mirka, no, ella era distinta. Algunos decían que estaba un poco loca porque pasaba demasiado tiempo sola. Pero ella era feliz. Siempre que podía, se escapaba al lugar de sus secretos y le susurraba a las flores. Ya no corría, solo paseaba, recogía un buen puñado de flores y se sentaba frente al castillo. Seguía siendo la bella princesa de los cabellos dorados, pero ahora dedicaba el tiempo a otros menesteres. Se pasaba todo el día de baile en baile y de reunión social en reunión social. Enfrascada en la tarea de encontrar un bello príncipe azul se había olvidado por completo de su campesino. Y la ajetreada vida del castillo la mantuvo ocupada durante mucho tiempo.
Un día, descubrió que había dejado de ser una jovencita para convertirse en toda una mujer. Ese día el paseo por el bosque se alargó un poco más de la cuenta y la noche le cayó encima. Cualquier otra en su lugar se habría asustado, pero ella era, como toda buena eslava, muy fuerte y muy poco asustadiza. Así que se sentó en la pradera, como siempre, y miró hacia el castillo, como siempre; pero no se vio en él. Estaba en la pradera, tumbada, mirando las estrellas, ¿qué hacía allí?, se preguntó, seguro que me estoy perdiendo el baile, se dijo. No entendía nada. Pero, de repente, descubrió que llevaba un hermoso vestido rojo con bordados de oro, exactamente igual al de su infancia. Y entonces apareció él. Había cambiado mucho desde la última vez que lo vio, pero lo reconoció al instante. El trabajo duro del campo envejece muy rápido. Él parecía mucho más viejo que todos los apuestos y millonarios ricos que estarían echándola en falta, o tal vez no, en el baile del castillo; sin embargo, ella se sentía atraída por aquel hombre rudo de una manera muy intensa, casi animal. Él llegó, se tumbó junto a ella y se puso a mirar las estrellas. No se dijeron nada. Él rompió el silencio y le empezó a explicar todas las constelaciones. Ella no dijo nada, se incorporó, lo miró con dulzura y lo besó. Fue un beso largo, hermoso, puro. Poco a poco se fueron desprendiendo de sus ropas: ella de su vestido rojo de princesa, él de sus ropajes de labranza. Y cuando esas manos ásperas le acariciaron los senos, pensaba que no podía ser más feliz. Pero sí que podía… Hicieron el amor toda la noche. El único testigo de ese amor infinito y desgarrador fue la luna. A ella le hubiera gustado tenerlo dentro de sí para siempre. Esa sensación de ser uno con el ser amado le parecía fascinante y de un poder salvador para el mundo inimaginable. Él no podía creer que tenía entre sus brazos a la princesa del vestido rojo y las trenzas doradas.
- Mirka, Mirka, menos mal que te encontramos, estábamos muy preocupados. Creíamos que te había pasado algo. Llevamos toda la noche buscándote- era su madre. Se había quedado dormida y había pasado toda la noche al raso y, sin embargo, era la mujer más hermosa del mundo. Muchos lo notaron cuando la vieron aparecer por el pueblo.
Desde entonces, no volvió al castillo. Lo que ocurría dentro no le interesaba. Acudía puntual a su cita con ese maravilloso y mágico lugar de los secretos y los sueños, pero se quedaba fuera y esperaba impaciente a su campesino que en cuanto acababa la faena acudía raudo a su encuentro. Y hacían el amor una y otra vez.
Un día sus piernas no le permitieron ir más a sentarse allí, frente al castillo. Y la separación de su amado le produjo mucha pena. Sin embargo, hoy ha tenido suerte. Tiene una nueva vecina. Es una joven extranjera que apenas chapurrea bien su idioma, pero con la que la une una extraña conexión. Le ha dicho: tengo que enseñarte un lugar mágico en el que puedes contarle tus secretos a las flores. La chica la ha montado en el coche y luego le ha ayudado a caminar hasta la pradera. Le ha puesto una silla y ella se ha sentado en el suelo, mirando al castillo.
Desde donde está, Mirka ve la pequeña flor amarilla. El viento húmedo de junio le trae su fragancia y la fragancia le devuelve todos sus recuerdos. Sabía que podía confiar en ti, florecilla; se dice.

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