jueves, 24 de febrero de 2011

De peces y sombras

Intento descubrir mi figura reflejada en el Guadalquivir. Me pregunto cómo me verán los peces desde abajo. Pero me doy cuenta de que los peces tampoco pueden verme. Quizás sea por las luces del puente de Triana que les ciegan. O tal vez por el ruido ensordecedor de las gentes que, a un lado y otro, dan vida a esta ciudad en la que todo es posible. Todo. Hasta eso en lo que he pensado cuando me dirigía hacia aquí. O puede que los peces simplemente prefieran dirigir su mirada hacia otro sitio: el reflejo de la calle Betis, la Torre del Oro, testigo de glorias pasadas, o esa joven pareja que se magreaba en el césped.
Hablando de parejas, acabo de caer en la cuenta de los candados que llenan el puente. Pensé que los habían quitado. Pero, por lo visto, hay amores-candados que aguantan más que otros. Beatriz e Ignacio. Jose y Marta. David y Alicia... Intento imaginarme la cara de estos cursis enamorados. Algunos han escrito sus nombres con rotulador, otros los han grabado con una navaja y hay hasta quien ha recurrido a métodos más profesionales. Todos creyeron que su amor-candado duraría para siempre, pero cualquiera sabe en qué habrá quedado la cosa. Invento historias con estos nombres. Me gusta fabricar su primer encuentro, su primer beso, sus peleas, sus manías y ese instante glorioso en el que ocuparon el lugar que ahora ocupio yo y sellaron su amor-candado para siempre... ¿para siempre?
Unas voces femeninas me sacan de mi ensimismamiento. Ríen alegres sin saber que los peces tampoco pueden verlas a ellas.
Muchas veces he pensado en este momento, pero lo había imaginado distinto, más íntimo, quizás.
Me gustaría tener un postrer pensamiento que me permitiera redimirme. Pero hace ya demasiado tiempo que no hay redención posible.
Quizás este no sea ni el lugar ni el momento adecuado... aunque creo que lo que pasa es que el vértigo me está asustando demasiado. Miro al cielo. Respiro hondo. Lleno mis pulmones de cuanto de este aire contaminado me es posible. Consigo calmarme y dirijo mi mirada hacia el frente. Allí, no demasiado lejos, ni demasiado cerca, la soledad en penumbra de la Torre del Oro me desnuda, me hace verme tal y como soy. Me hace consciente de mi soledad y de mi fracaso, de lo que fui y ya nunca seré. La Torre del Oro me devuelve la sombra que me ha empujado a estar aquí, en este momento que parece tan inadecuado para mi propósito. Vuelvo a coger aire. El vértigo ya no me asusta y ha dejado de importarme que los peces de este río grande tengan mejores cosas para mirar.

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