sábado, 24 de octubre de 2009

David

NOTA: A José Mª Morales por estar en el germen de la idea, por sus reflexiones antropológicas, sus vídeos y su infinita paciencia.



“Querido David:
Hoy me he dado cuenta de que eres del todo insoportable y me he dicho: “que lo aguante su santa madre”. Así que ya ves, he recogido mis cosas y me voy. No me busques, porque procuraré que no me encuentres. Mírate lo tuyo, que cada día va a peor. Y no te preocupes que seré inmensamente feliz sin ti.
Eva”

La nota estaba ahí, en el escritorio. La letra era clara, limpia, no había en ella ni un solo trazo de desasosiego ni de tristeza. Era una letra de persona segura, con las ideas claras. La leyó varias veces antes de darse cuenta del significado de aquellas palabras. Eva no estaba. Cuando pudo reaccionar abrió cuidadosamente el armario con la esperanza de que todo fuera una broma pesada. Pero no. No había rastro de Eva. La sensación de vacío lo inmovilizó durante algunos segundos. ¿Y ahora qué?
Se apoyó en la cama y lloró amargamente. Nunca había llorado de aquella manera. De hecho, era incapaz de recordar la última vez que había llorado. La verdad es que no era un llanto de pena. No se sentía triste ni desafortunado. No era un llanto de dolor. La pérdida de Eva no le dolía. Desde hacía tiempo sabía que aquello era insalvable, que se había abierto un abismo entre ambos que convertía aquella relación en un infierno. Sólo había que asumirlo y él había sido incapaz. Lloraba porque se sentía tremendamente estúpido, por el tiempo que había perdido y por el que le había hecho perder a ella. Lloraba por las veces que la había traicionado, por los besos a escondidas en la cama de su mejor amiga. Lloraba por su cobardía y por la valentía de ella.
Estuvo así un buen rato. Inmóvil, frágil, desprotegido. Hasta que no pudo más. Se levantó, se fue al cuarto de baño, se lavó la cara y se miró al espejo. En cierta forma se sentía aliviado. La marcha de Eva lo había liberado. Lo había liberado de aquella relación enfermiza y de la responsabilidad de tomar una decisión. Aunque también sentía que le habían privado del derecho de decidir. Todo era muy confuso.
Fue al frigorífico y cogió una lata de cerveza bien fría. Se quitó los zapatos y los dejó tirados de mala manera en el pasillo. De repente, esa sensación de libertad recuperada lo alivió un poco.
Se repanchingó en el sofá y encendió la tele. Estuvo durante horas viendo la caja tonta sin saber muy bien qué estaba viendo. Su mente se había quedado en blanco, había dejado de pensar. Simplemente, disfrutaba de su nuevo estado de soledad. Poco a poco se fue quedando dormido. Había sido un día duro en el trabajo y el llanto profundo e inesperado habían acabado con la poca energía que le quedaba.
Durante el sueño vio a Eva que le decía: ves qué bien estamos separados. Y realmente ella estaba bellísima, radiante. Sus ojos irradiaban la misma luz de alegría que cuando se conocieron.
Cuando se despertó, esbozaba una ligera sonrisa. Se le había pasado el dolor de cabeza y de repente su cerebro empezó a funcionar a una gran velocidad: tenía que hacer la compra, reorganizar el tema de la limpieza, tenía que hacer cuentas para ver cómo pagaba la hipoteca y las facturas. Estaba deseando recuperar su vida. Quedar con sus amigos. Retomar viejos hobbies. Y, por primera vez en mucho tiempo, vio a Eva con otra perspectiva, no como ese lastre en el que se había convertido en los últimos meses. Cogió el móvil, llamó a su mejor amigo y en media hora estaba tomándose una cerveza en el bar de siempre y riéndose de cosas triviales.

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