miércoles, 20 de enero de 2010

Próxima estación: Esperanza

El viaje había sido agotador. Miles de kilómetros con todos los percances imaginables y los inimaginables. Pero, al fin, estaba en casa. Madrid me acogía en sus brazos como siempre. Canciones de Sabina, recuerdos varios y ese maravilloso bocata de calamares tirada en el suelo de la Plaza Mayor. Hacía bastante frío, pero Madrid me pareció el lugar más cálido del mundo. Un buen sitio para vivir y para soñar. Y allí estaba yo, en su metro, el lugar idóneo para imaginar vidas ajenas, para ponerle historias a esas caras inexpresivas que pueblan las grandes ciudades. El viaje había consumido tanta energía que a duras penas conseguía articular algún pensamiento coherente. Y entonces…
Entonces subió él. Inmediatamente la poca materia gris que había quedado a salvo de los vaivenes de medios de transporte varios se fijó en él. Era alto, no excesivamente delgado, no excesivamente fuerte y no especialmente guapo. Al menos, no era el tipo de guapo en el que todas las mujeres estamos de acuerdo. Era un guapo a mi estilo: barba, aire despreocupado, brazos largos para perderse en intensos abrazos. Subió al metro de la línea 4 en dirección a Argüelles, en la estación “Esperanza”. Maravillosa coincidencia, pensé. Él se sentó en frente de mí y sacó un libro del bolsillo interior del chaquetón. Adoro saber qué lee la gente porque estoy convencida de aquello de “dime qué lees y te diré cómo eres”. Pero en su caso me fue imposible adivinarlo. Su libro era un viejo ejemplar ajado y sin cubierta, gastado por el paso del tiempo y las múltiples lecturas. Aquel libro lo decía todo. En estos días la gente estúpida anda como loca comprando libros electrónicos como si por tener almacenados miles de datos algo cambiara en su estúpido cerebro. En estos días en que lo digital destruye a su paso toda la belleza que contiene lo analógico, allí estaba él con su libro viejo sin cubierta, disfrutando del placer que sólo puede dar un libro, refugiándose en sus páginas como el que se refugia en aquel viejo amigo que nunca le falla. No sé qué estaba leyendo, pero durante las siguientes estaciones del metro, leí con él. En sus ojos, el placer intenso de la lectura. Recordé cuántos libros en mi vida me habían salvado de la estupidez y el fracaso, tan común en los humanos. Me vi a mí misma como la niña con gafotas que fui, sin amigos, sola, pero salvada por aquellos libros; siendo un pirata, una princesa, un niño que huía en una barca río abajo o cualquier otra cosa. Y supe que lo amaba profundamente. Esa atracción primaria, casi infantil, se había convertido en un amor limpio, profundo, con un vínculo irrompible: el de los solitarios que tienen como única arma de defensa un libro viejo, gastado y sin cubierta.
Pero uno no siempre puede estar a resguardo y llegó mi parada: Avenida de América. Y resultó que él también viajaba desde la Esperanza hasta América (ésa a la que cantaba Nino Bravo, ya saben, “cuando Dios hizo el Edén pensó en América”). Se bajó y durante unos minutos lo seguí. Sentía unas ganas tremendas de gritarle: te quiero desde siempre, desde mucho antes que ambos existiésemos, desde el albor de los tiempos, hemos viajado juntos por mundos maravillosos aún sin saberlo, hemos hecho el amor miles de veces, hemos llorado y hemos reído juntos. Quería decirle tantas cosas, pero al final no dije nada. Sólo lo seguí hasta que nuestros caminos se separaron y entonces sentí un vacío tremendo, como cuando te arrebatan injustamente algo que por derecho te pertenece. Me paré un segundo, respiré profundamente y seguí mi camino “como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.

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