sábado, 17 de octubre de 2009

La rebelión de Eva

NOTA: A Mercedes Comellas por inspirarme la mitad del relato. A cierta personita que no puedo nombrar, pero ella sabe quién es, por inspirarme la otra mitad. Y a todos los capullos que han pasado por mi vida por proporcionarme el material literario para los detalles.


“A Eva le gustaba estar morena y se tumbaba cada tarde al sol,
nadie vio nunca a una sirena tan desnuda en un balcón”.
Joaquín Sabina


El té calentito en sus manos aliviaba el frío. Fuera hacía un viento espantoso y la nieve caía con fuerza. Había llegado a casa con la nariz toda roja y las manos tiritando, por qué demonios no habría cogido unos guantes. Pero ahora se sentía a salvo. Se había quitado las botas mojadas, se había preparado un té y estaba ahí, frente a la ventana, viendo la nieve caer y preguntándose qué hacer.
Las cosas con David no iban del todo bien. Ambos lo sabían, pero ninguno quería darse cuenta. Había demasiado rencor, demasiados reproches en cada mirada, en cada palabra, en cada gesto. Habían dejado de amarse, pero ninguno lo decía por miedo a que al decirlo la verdad acabará convirtiéndose en una losa demasiado pesada.
Parecían una pareja feliz, como tantas otras. Pero no lo eran, como tantas otras. Algo se había roto entre ellos, algo que era difícil de enmendar. La cosa empezó como empiezan estas cosas. Un día se dieron cuenta de que la atracción se había perdido. Ya no se buscaban a cada instante. Ni deseaban al otro más que a sí mismos. Después de eso dejaron de hacer el amor. En ese momento, supieron que todo estaba perdido. Sin embargo, siguieron viviendo juntos. Un poco por costumbre. Un poco por pereza. Un poco por el que dirán. Un poco por no querer asumir el fracaso. Y fueron pasando los días. Uno, tras otro. Monótonos, grises. Lo que antes eran virtudes se convirtieron en defectos. ¿Es que siempre tienes que reírte con esa risa tan escandalosa? ¿Es que no puedes dejar el cepillo de dientes en su sitio? ¿Es que te piensas tirar todo el día tirado en el sofá? ¿Es que tienes que estar todo el día con tus amigos? ¿Es que no había más tela para la falda? Uno, tras otro. Monótonos, grises.
Lo peor eran las reuniones familiares. Esas largas y tediosas sesiones con la sonrisa falsa durante horas y jugando a ser la parejita perfecta. ¿Para cuándo los niños? Preguntaba la tía solterona plasta. Téngalos usted, señora, no ve que no nos aguantamos, que hace meses que no lo hacemos, que su sobrino es un rematado caprichoso, consentido y egoísta. La furia le subía hacia arriba creándole un espantoso dolor de cabeza. Aunque sólo lograba articular una leve sonrisa y un “ya se verá, somos jóvenes todavía, hay que pagar la hipoteca, ya sabe”. O esa madre entusiasta: “hay que ver que nuera tan guapa tengo, cada día hacéis mejor pareja, vaya si tiene buen gusto mi niño”. Si, tiene un gusto excelente para flirtear con mis amigas. Y la pobre sonreía con la poca energía que le quedaba: “Favor, que usted me hace; además, como bien dice su hijo, me estoy poniendo un poco llenita, pero, a ver qué le vamos hacer, yo salgo a mi abuela, ya me lo dice mi padre: tú eres como mi madre, bajita y rechoncheta”. Así horas y horas. Hasta que acaba la pesadilla. Llegaban a casa y empezaba la otra: ¿Por qué has tenido que decirle a mi madre que te digo gorda? Ay, David, no le he dicho que me digas gorda, sino llenita, aunque en realidad lo que me digas es gorda, pero vamos, que ha sido un comentario inocente, siempre tienes que sacarle punta a todo. Un comentario inocente, me cago en la leche, Eva, tú nunca haces comentarios inocentes. Y así, horas y horas, de nuevo. Hasta que vencido por el sueño se iba a la cama sin un triste “buenas noches”. Entonces Eva se quedaba en el sofá durante el resto de la noche, viendo películas tristes, comiendo chocolate y llorando en silencio, que es la peor forma de llorar. Sentía una mezcla de rabia, pena, resignación y asco de sí misma que ni siquiera le dejaban llorar a gusto.
- Anoche no te oí llegar a la cama.
- Me quedé dormida en el sofá viendo la tele.
Fin de la conversación matutina. Y, de repente, el silencio. Ese silencio frío que le desgarraba el alma. Ese mismo silencio que se crea en los velatorios a ciertas horas de la madrugada en las que ya se ha dicho lo obvio. El silencio de una sala de espera de hospital cuando todo el mundo está rezando por un enfermo muy grave. Ese silencio que se le metía dentro del oído en forma de pitido y no la dejaba respirar, ni sentir, ni vivir.
Y ahora estaba aquí, con los pies aún húmedos, el té caliente en las manos y la cabeza más lúcida que nunca. De repente, frente a aquella nieve blanca que veía a través del cristal empañado, lo supo. ¿Cómo no lo había visto antes? Aquella situación era insostenible, ella se merecía otra cosa, alguien que la quisiera, que la deseara, que le hiciera el amor con pasión, que la sorprendiera de vez en cuando con una rosa en la cama y todas las demás cursilerías. Y no al soplagaitas de David. Es más, estar con él y estar sola no suponía una gran diferencia. Mejor estar sola y al menos se ahorraba las comidas familiares.
Así que bebió el último sorbo de té. De un respingo fue a la cocina, lavó la taza y la colocó en su sitio. Fue a la habitación, cogió una silla, abrió el armario y se aupó para coger la maleta más grande que tenía. Empezó a meter cosas como una loca. Y en quince minutos ya lo tenía todo recogido. Se puso un poco nostálgica al pensar: “toda una vida resuelta en quince minutos”. Pero el estado eufórico que la embargaba no la dejó parar. Abrió el primer cajón del escritorio, cogió papel y lápiz y escribió:
“Querido David:
Hoy me he dado cuenta de que eres del todo insoportable y me he dicho: “que lo aguante su santa madre”. Así que ya ves, he recogido mis cosas y me voy. No me busques, porque procuraré que no me encuentres. Mírate lo tuyo, que cada día va a peor. Y no te preocupes que seré inmensamente feliz sin ti.
Eva”


Cerró la puerta de aquella casa por última vez. Un aire frío le abofeteó la cara. Sin embargo, se sentía inmensamente feliz. Y, por primera vez, después de muchos años, le sonrió a la vida con una sonrisa franca, con esa sonrisa sincera de cuando era una niña. Y fue feliz.

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