lunes, 15 de febrero de 2010



Aquel era un buen lugar para pasar toda la eternidad. El pequeño cementerio de Síbir estaba en mitad de la nada. A un lado, la montaña. Al otro, el abismo. Y, en medio, ella. Rodeada de tumbas que contenían miles de historias: amores, desamores, amistades, traiciones, luchas personales y colectivas. Había llegado allí por una serie de casualidades. Su corazón roto la había impulsado a huir, a alejarse de su mundo cómodo y conocido hacia no sabía muy bien dónde. Había llegado a Eslovaquia, por qué no, ésa era su respuesta cuando los lugareños se sentían intrigados por su presencia. La habían invitado a pasar unos días en los Altas Tatras, por qué no, respondió. Y aquella mañana había salido a pasear. ¿Este camino o ése? Así, sin saber muy bien por qué, había tomado el camino entre la iglesia evangélica y la católica y había llegado al cementerio. Desde allí no podía proseguir el paseo, pero se detuvo un momento, las manos heladas, la tristeza nublándole la vista y pensó: “Éste es un buen lugar para pasar toda la eternidad”.

1 comentario:

  1. me recuerda la sensación que tuve en un cementerio de Praga, al menos en parte, porque al lado de las tumbas, me sentía como en casa.
    Es curioso eh?

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